Hoy he leído un artículo en el que una experta pregunta a sus alumnos de secundaria cuál es el recuerdo de infancia más importante que tienen de su madre. Para su sorpresa, los alumnos siempre responden sobre temas cotidianos, aparentemente banales, pero que se les han quedado grabados a fuego. Pues bien, yo recuerdo un gran regalo que me dio mi madre, del que no fui consciente hasta mucho después, pero que hoy es fundamental en mi día a día: la ausencia de prejuicios.
Cuando yo tenía cuatro años, mi vecino Carlos era un gran amigo mío. Ninguno de los dos teníamos hermanos en esa época, así que jugábamos mucho juntos. Era alto y delgado, llevaba unas gafas enormes y era muy gracioso y alegre. Nos pasábamos tardes enteras jugando sin parar, hasta que nos llamaban para la cena, y a veces nos costaba separarnos.
Luisa y Mercé eran amigas íntimas de mi madre. Un verano fuimos de vacaciones a las fiestas del pueblo de Luisa. Fue un viaje inolvidable: hicimos piragüismo por las Hoces del Cabriel, nos levantamos a las cinco de la mañana para comprar masa de buñuelos y hacerlos en casa, bailé más de lo que había bailado nunca... Fue un viaje inolvidable.
En casa de Elena todo funcionaba diferente. Cuando sonaba el timbre se encendían y se apagaban las luces. La familia siempre se miraba a la cara para hablar y usaba mucho las manos. Mi madre también lo hacía cuando hablaba con ellos, pero me gustaba mucho lo expresivos que eran.
Mi madre nunca me dijo que Carlos tenía retraso mental, ni que Luisa y Mercé eran lesbianas, ni que la madre de Elena era sorda. En mi mundo todo era normal y natural. Las cosas eran como eran, sin más. Años después le pregunté a mi madre por qué no me había hablado nunca de todo eso, y me dijo "¿Por qué, si tú aceptabas a los demás tal como eran? No vi necesidad de crear problemas donde tú no veías ninguno".
Todavía me sorprenden los prejuicios de mucha gente, como si me hubiese saltado veinte capítulos de un libro que todos han leído. Que pena que otras madres no fueran como la mía en eso.
Ahora soy madre y acepto a mis hijas tal como son. Y a mí misma. Y a mis alumnos. Cada uno es como es, y eso está bien así.
Cuando yo tenía cuatro años, mi vecino Carlos era un gran amigo mío. Ninguno de los dos teníamos hermanos en esa época, así que jugábamos mucho juntos. Era alto y delgado, llevaba unas gafas enormes y era muy gracioso y alegre. Nos pasábamos tardes enteras jugando sin parar, hasta que nos llamaban para la cena, y a veces nos costaba separarnos.
Luisa y Mercé eran amigas íntimas de mi madre. Un verano fuimos de vacaciones a las fiestas del pueblo de Luisa. Fue un viaje inolvidable: hicimos piragüismo por las Hoces del Cabriel, nos levantamos a las cinco de la mañana para comprar masa de buñuelos y hacerlos en casa, bailé más de lo que había bailado nunca... Fue un viaje inolvidable.
En casa de Elena todo funcionaba diferente. Cuando sonaba el timbre se encendían y se apagaban las luces. La familia siempre se miraba a la cara para hablar y usaba mucho las manos. Mi madre también lo hacía cuando hablaba con ellos, pero me gustaba mucho lo expresivos que eran.
Mi madre nunca me dijo que Carlos tenía retraso mental, ni que Luisa y Mercé eran lesbianas, ni que la madre de Elena era sorda. En mi mundo todo era normal y natural. Las cosas eran como eran, sin más. Años después le pregunté a mi madre por qué no me había hablado nunca de todo eso, y me dijo "¿Por qué, si tú aceptabas a los demás tal como eran? No vi necesidad de crear problemas donde tú no veías ninguno".
Todavía me sorprenden los prejuicios de mucha gente, como si me hubiese saltado veinte capítulos de un libro que todos han leído. Que pena que otras madres no fueran como la mía en eso.
Ahora soy madre y acepto a mis hijas tal como son. Y a mí misma. Y a mis alumnos. Cada uno es como es, y eso está bien así.
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